Desconocer la autoría del Quijote y adjudicar la de la Odisea a Miguel de Cervantes, le confinó a una esquina de la clase de cara a la pared con los brazos en alto y un pesado libro de los autores aludidos en cada mano. El profesor le ordenó: ¡no te moverás de ahí hasta que yo lo diga!
Al principio le dolían los brazos, se le dormían las piernas y le picaba la nariz, pero pronto empezó a olvidarse de su cuerpo y de sus atorados sentidos.
Con el paso de los días cesaron los cuchicheos a su espalda, se acallaron las burlas y ya casi nadie tiraba de la espesa barba que cubría su cuerpo de aspecto cada vez más quijotesco. Se sentía como si hubiera librado una década de guerras y le faltara otra para regresar junto a los suyos.
Sólo había una cosa que lograba animarlo: el sonido de la puerta al comienzo de las clases de lengua y literatura. Al escucharlo, su cuerpo se tensaba obedeciendo al estímulo de sus oídos, anhelantes de escuchar la voz que daría por expiado su agravio.
Suerte, Yolanda.
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