LA CAMPANADA NÚMERO TRECE
En casa nos encantan las
fiestas y estamos recuperando las que dejamos de celebrar por la pandemia.
Vamos de cumpleaños en
cumpleaños, de procesión en procesión, hemos saltado dos hogueras de San Juan y
por fin llegó nuestra fiesta favorita: Navidad.
Casi todo son ventajas, tendremos doble de regalos con dos Papás Noeles y seis Reyes Magos. Pero estamos un poco
tristes porque en la mesa hay un cubierto menos.
A la hora de cenar, en Nochebuena, ocurrió algo extraordinario. Apareció el abuelo y ocupó su sitio
presidiendo la mesa, como cuando estaba vivo. Mamá hizo nuestro gesto secreto y
la seguí a la cocina, a por un cubierto más. Me dijo que el abuelo estaba aquí porque aún vivía las pasadas fiestas, que me
comportase y le tratase con naturalidad, se lo he prometido porque estoy muy contento de que esté otra vez con nosotros.
En Nochevieja ha vuelto a
ocurrir otra vez algo extraordinario, pero esta vez para mal. Cuando tomábamos
las uvas, en la segunda tanda de las campanadas, en la número trece el yayo me hizo
un guiño y desapareció. De él solo ha quedado un cuenco con doce uvas, un
hueco aún caliente en el sofá y otro muy frío en mi interior.
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